sábado, julio 01, 2006

Siempre nos quedará Estrasburgo

La proposición de reforma del Estatuto de Autonomía de Andalucía formula en su artículo 9 una rimbombante declaración acerca de los derechos que "como mínimo" (sic) titulan todas las personas que viven en Andalucía. La norma, copiada del texto estatutario catalán que hoy se vota; vid. art.4), "incorpora" al patrimonio jurídico de los andaluces -y de quienes no siendo españoles gozan de vecindad administrativa que da derecho de pertenencia a la <> (de vecinos, que no de nacionales)- la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, así como la Carta Social Europea. Nada nuevo, porque todos los derechos civiles y políticos a los que se refieren los textos internacionales citados ya los teníamos, sin perjuicio de la "generosidad" del legislador estatutario andaluz.

Pero una cosa es tenerlos nominalmente y otra, bien distinta, su defensa y plena efectividad o, lo que es lo mismo, la garantía de su respeto por el poder público. La libertad de expresión, cuando comprende la libertad de expresar ideas, de comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas, es un derecho reconocido en el art. 10 del Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales. Sigo con el interés que me inculcó mi maestro en el Derecho internacional la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y, aunque el momento político requiere más la presencia de los valientes maestros que la de los voluntariosos alumnos, sostengo, desde el respeto a las resoluciones judiciales, que el derecho a la libertad de expresión se vulnera con actuaciones judiciales que, o bien la cercenan de manera directa, o bien imponen medidas cautelares absolutamente desproporcionadas, provocando un evidente desequilibrio que los gobiernos con voluntad de perpetuarse utilizan como innegable aviso de navegantes.

Quienes se alegren de este tipo de decisiones deben saber que serán ellos los próximos. El poder sin límites tiende inexorablemente a la decadencia del pueblo, a su desgracia. La democracia se degrada hasta perder su identidad a base de decisiones que vulneran derechos fundamentales. Quiero estar convencido de que a esta sinrazón se le pondrá coto por los tribunales nacionales. Si no, siempre quedará el de Estrasburgo aunque, ya lo dijo Séneca, nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía.

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