Cuando conoció la muerte de Unamuno, Ortega escribió que, aun sin saber los datos médicos de su acabamiento, no le cabía duda de que el vasco había muerto del mal de España. Evitó Ortega en su artículo En la muerte de Unamuno analizar los síntomas de esa patología para no romper la promesa de silencio que se había impuesto a sí mismo tras desencadenarse la Guerra Civil. Pero advirtió que ese mal de España no era una frase hecha, sino un enunciado de realidades pavorosamente concretas.
Las enfermedades evolucionan con el tiempo, que casi todo lo cura, como también es necesario su transcurso para que la medicina avance proporcionando soluciones, a menudo imperfectas. Algunos padecimientos son conquistados por la medicina, bien de forma parcial, paliando sus efectos, o de manera total, erradicándolos definitivamente del elenco de patologías conocidas. Pero hay otros males, tristemente enquistados, para los que, al parecer, no se conoce remedio; su muy plural sintomatología se repite de manera tozuda en un paciente que, a decir verdad, tampoco se cuida, pese a conocer los peligros que acarrea su vida disoluta. Una de esas enfermedades incurables, cuya forma de exteriorizarse permanece inalterada pese al transcurso del tiempo, debe ser el mal de España al que se refirió el maestro sin querer entrar en la descripción de la patología.
Desconocemos, pues, sus concretos síntomas, pero no sus perniciosos efectos. Me pregunto si entre esa sintomatología propia del mal de España no estará el peligroso bloqueo de sus instituciones. Concretamente, la situación en la que se encuentra el Poder Judicial, inmerso en una crisis gravísima, aquejado de una enfermedad a la que el enfermo parece haberse acostumbrado, porque con ella convive con la osadía que le procura su ignorancia. El triste espectáculo de un Tribunal Constitucional recusado, herido gravísimamente en su prestigio, mientras los médicos, peleados entre sí, son incapaces de rehabilitar al enfermo y de ofrecer otra sanación que la del mero transcurso del tiempo y el advenimiento de las elecciones generales, es uno de los síntomas. La no menos edificante situación en la que se encuentra el Consejo General del Poder Judicial, convertido por los mismos galenos en un campo de batalla que ya no tiene más ´solución` que, otra vez, el desenlace que ofrezcan las urnas, es una prolongación de ese mal que en su desarrollo lleva camino de enquistarse.
En esta situación patológica de bloqueo y paralización de las instituciones no es ninguna sorpresa que desaparezcan pruebas claves en los juzgados. Quizá se explique mejor ahora el empeño en mantener un proceso injusto de raíz. Hay quienes quieren convertir a la Justicia en colaboradora necesaria de sus tropelías. Otra realidad pavorosamente concreta.
Las enfermedades evolucionan con el tiempo, que casi todo lo cura, como también es necesario su transcurso para que la medicina avance proporcionando soluciones, a menudo imperfectas. Algunos padecimientos son conquistados por la medicina, bien de forma parcial, paliando sus efectos, o de manera total, erradicándolos definitivamente del elenco de patologías conocidas. Pero hay otros males, tristemente enquistados, para los que, al parecer, no se conoce remedio; su muy plural sintomatología se repite de manera tozuda en un paciente que, a decir verdad, tampoco se cuida, pese a conocer los peligros que acarrea su vida disoluta. Una de esas enfermedades incurables, cuya forma de exteriorizarse permanece inalterada pese al transcurso del tiempo, debe ser el mal de España al que se refirió el maestro sin querer entrar en la descripción de la patología.
Desconocemos, pues, sus concretos síntomas, pero no sus perniciosos efectos. Me pregunto si entre esa sintomatología propia del mal de España no estará el peligroso bloqueo de sus instituciones. Concretamente, la situación en la que se encuentra el Poder Judicial, inmerso en una crisis gravísima, aquejado de una enfermedad a la que el enfermo parece haberse acostumbrado, porque con ella convive con la osadía que le procura su ignorancia. El triste espectáculo de un Tribunal Constitucional recusado, herido gravísimamente en su prestigio, mientras los médicos, peleados entre sí, son incapaces de rehabilitar al enfermo y de ofrecer otra sanación que la del mero transcurso del tiempo y el advenimiento de las elecciones generales, es uno de los síntomas. La no menos edificante situación en la que se encuentra el Consejo General del Poder Judicial, convertido por los mismos galenos en un campo de batalla que ya no tiene más ´solución` que, otra vez, el desenlace que ofrezcan las urnas, es una prolongación de ese mal que en su desarrollo lleva camino de enquistarse.
En esta situación patológica de bloqueo y paralización de las instituciones no es ninguna sorpresa que desaparezcan pruebas claves en los juzgados. Quizá se explique mejor ahora el empeño en mantener un proceso injusto de raíz. Hay quienes quieren convertir a la Justicia en colaboradora necesaria de sus tropelías. Otra realidad pavorosamente concreta.
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