sábado, noviembre 22, 2008

El rey y su patrocinado


A Luis II de Baviera –el rey solitario- no le gustó nunca gobernar. Dirigir el reino era tarea que le producía un profundo desagrado. El rey detestaba a sus ministros; el pueblo, sus súbditos, le incomodaban. Para evitar a unos y otros, Luis II construyó su particular mundo en las montañas de los Alpes bávaros. Allí mandó elevar su palacete de Linderhof, a imagen y semejanza de los que en su día habitó su admirado rey Luis XIV; para evitar ser molestado ideó el "Tischlein deck dich", una mesa que por un sistema de poleas bajaba al sótano para ser servida y subía después para que el rey disfrutara de la comida en soledad. Obsesionado con la belleza, como le desagradaba la cara de su ayuda de cámara, ordenó que entrara en sus habitaciones ocultando su rostro con una capucha; las mejores sopranos de la época –poco agraciadas- cantaban para el rey escondidas tras un seto. Su cabaña alpina de Schachen, a más de dos mil metros de altura, la decoró con motivos morunos, recreando un palacete turco y poniendo así de manifiesto una muy quebradiza salud mental.

Pero la abulia real para las tareas de gobierno, esa enfermiza apatía que rodeó la vida de Luis II, se contrarrestaba con su desmedido afán por hacer realidad un mundo irreal basado en las leyendas nibelungas, historias de caballeros y damas, de honor y de amor. Construyó el castillo de Neuschwanstein –en el que sólo pasó catorce noches- y decoró sus paredes con imágenes de Parsifal, Tristán e Isolde y del caballero Sigrifido, pinturas de dudoso gusto que recuerdan a los comics del Capitán Trueno o de Jabato. Neuschwanstein fue después adoptado por Walt Disney, catapultando así al castillo a una fama mundial que le han procurado al gobierno bávaro cuantiosos ingresos derivados del millón y medio de visitantes anuales. Al castillo de Neuschwanstein le siguió el palacio de la Herreninsel, en el lago Chiemsee, a mitad de camino entre Salzburgo y Munich. Allí, en una isla, mandó construir una imitación del Palacio de Versalles, como homenaje al rey Borbón y al estilo de gobierno que Luis II más envidiaba: el absolutismo. A Luis II le fascinaba esa forma de gobernar porque le hubiera mantenido alejado de sus incómodos ministros y de un pueblo al que consideraba grosero e inculto.

Y como todo gobernante con ribetes absolutistas, Luis II se convirtió en mecenas. Si a su abuelo Luis I le dio por las más bellas mujeres de la época –hasta que la irlandesa recriada en España, Lola Montes, le costó el trono- Luis II escogió el mecenazgo, eligiendo a Richard Wagner para que pusiera música a las sagas nibelungas. Llegó incluso a construirle un teatro en Bayreuth donde el maestro pudiera recrear unas obras que hoy admiramos gracias a la extraordinaria batuta de otro patrocinado: Daniel Barenboim.

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