sábado, noviembre 22, 2008

Guerra en los fogones




En la cocina genovesa parece que abundan los chefs y escasean los pinches. El problema de la classique cuisine conservadora viene de antiguo, y es que los gurús de esta escuela culinaria, tocados por el ´don` de la inoportunidad, saben comportarse como una indómita jarca rifeña cuando la ocasión no lo requiere. En esta cocina escasea la disciplina y abunda el afán de protagonismo de algunos cocineros dispuestos a pegarle un sartenazo al jefe en cuanto se apaga la luz. Ahí está el reciente caso del desagradecido pinche, elevado a la gloria de las estrellas Michelin por obra y arte del maestro que en su día lo llevó a los fogones del Palacio del Marqués de Villamejor y ahora se ve humillado con el desprecio que públicamente le dispensa su otrora pupilo; y mientras tanto el fundador de la escuela se dedica a salpicar a todos con la queimada hirviendo.

Pero, pese a lo que afirman algunos críticos, no estamos ante un problema en la aplicación práctica de recetas, porque ya en otros tiempos el Paul Bocusse de esta escuela cocinaba al estilo payés –dicen que con mantequilla- en la intimidad que le proporcionaba la cocina de su casa (y la selecta clientela le pedía la cabeza de pinches que ahora resurgen queriendo modificar recetas). Tampoco estriba el origen de la disputa en el empleo de ciertos ingredientes ´nacionalistas`, que algunos, los detractores del discutido chef, afirman utiliza éste a discreción pese a conocer sus efectos alucinógenos. Esos mismos críticos son los que pretenden imponer, como plato único, el cocidito madrileño para todos, especialidad regional que podrá estar muy buena, pero que aquí en el Sur provoca pesadas digestiones (y no digamos en el Norte, acostumbrados como están allí a los platos deconstruidos y de dura textura; rocosa, en ocasiones).

No. Estamos simplemente ante una pugna personal por hacerse con el mando de la cocina, con la particularidad de que quienes se enfrentan al chef quieren ganar el prestigioso premio Bocusse d`Or sin presentarse al concurso y, además, se dedican a merodear por los fogones del único candidato para salarle los platos. Siempre es deseable la concurrencia, aunque sea entre maestros de la misma escuela, sobre todo cuando en el restaurante de la acera de enfrente su cocinero se frota las manos contemplando el desaguisado y su (petit) maître se cree ya el mismísimo Françoise Vatel batiendo la chantilly en el château del mismo nombre.

Abandonan desairados pinches y chefs; los platos se sirven fríos; la bebida no llega y el ruido de la cocina es insoportable. Anden con cuidado todos estos divos en sus disputas que la clientela tiene paciencia limitada: cuando menos se lo esperen no tendrán a nadie en sala.

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